Jorge era el primer ejemplar enclaustrado en mí diario íntimo e intransferible. El color de los ojos de Johan se parecían al mismo color negro que me atraía. Era mucho más alto, más resistente y fornido que con ropa de marca. Su cuerpo se volvía pesado y sudoroso. Sus nalgas… ¡Dios que nalgas más pomposas! Parecía sabio de experiencia y vida. Como si no le importara que sus padres y su hermano mediado estuvieran apunto de llegar. Pero no le importaba a nadie lo que me pasase, a fin de cuentas solo yo tenía el don de los problemas de mí propio destino.
El eco de sus jadeos cortos se envolvían con el ritmo de la música a todo volumen proveniente del aparato de música. El sonido sordo de mí gemido se apilaba al suyo con desesperación. En el acto, me hacía cambiar de posición como los perros. Seguidamente quería que se la chupara. La tenía grande como la madurez que tenía y tiernamente me la metía en la boca. Para él era como un regalo. Él era de un tipo más Canario que la mayoría. Tenía manos grandes de uñas mordidas y pies enfundados en unos calcetines horribles; negros de caminar descalzo. Cuello grande envenado, maleable, el típico de mírame y no me toques, autómata del momento. Compañeros de clase, conocidos del barrio, macarras, parados, salidos, en la edad del pavo. Cualquier espécimen me servía. Incluso algunos padres u hombres casados podrían caer bajo la influencia de una adolescente con cara de no haber roto nunca un plato. ¿Qué me había pasado para estar loca por follar? Pero yo estaba tan ciega que no me daba cuenta de la realidad. Mí amiga Micaela follaba con su novio de siempre y otros dejaban preñadas a putas niñatas que solo jugaban con semen barato.
La mayoría tenían miradas de salidos, se les llenaban las bocas diciendo guarrerías. Pero era tan adictivo para Johan como para mí, juntos pasábamos el tiempo y disfrutábamos de nuestros cuerpos, y del diseño orgánico de nuestros organismos vitales, del sentido del placer, y de la adrenalina. Se ponía a mí espalda de rodillas. Olía a sexo desgastado y a olor del sudor desprendido de sus sobacos velludos y continuaba sus embestidas interminables. Me penetraba como un puto asesino de chochos y me llegaba al fondo. Su sudor caía de su barbilla sobre mí espalda como parte de sus babas cuando me besaba con sus labios de pescado. Eran las siete de la tarde y no creía que se fuera a acabar hasta las ocho, ni siquiera sabía si aguantaría mucho más. Pero sabía que él no aguantaba como yo.
Tenía la leve manía de poner la cara mirando al techo con los párpados cerrados y la boca abierta. Jadeaba, pero no sabía que lo miraba a través del reflejo del espejo de pared de cuerpo entero que se encontraba a los pies de la cama de colcha celeste arrugada de nuestros movimientos desesperados. Sus manos me mecían, me gustaba sentir como se retorcía de placer, sintiendo como chocaban sus huevos contra mí sexo. Me gustaba el ritmo que seguía cuando creía que estaba apunto de reventar y la manera en que eyaculaba desplomándoseme encima, como desfallecido. También me gustaba que se quedara acurrucado a mí vera, me acariciaba, intercambiábamos opiniones y nos riéramos. Luego se encajaba en su ropa como un bombero, se calzaba y me acompañaba al portal del edificio como si tal cosa. Como si no hubiera pasado nada y en el fondo eso me agradaba; no le presionaba.
-¿Sabes que mí hermana trabaja en la farmacia, no?
-Sí, claro.
-Pues vio a tú madre.
-¿Y eso?
-No me dijo.
-Seguramente compró pastillas para el dolor de cabeza.
-Seguramente…
By José Damián Suárez Martínez
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